15 dic 2010

No ficción - No clímax

Cuando un guionista se enfrenta a la escritura de un guión ha de disponer al menos de dos cosas: algo que contar y habilidad para hacerlo.

Lo primero, como el valor al militar en la batalla, se le presupone a cualquiera que haya decidido tomarse la molestia de invertir todo el esfuerzo que ello supone en escribir un guión. Además, tener una idea o una buena historia no parece complicado, mucha gente cree tener decenas de ellas.

Y lo segundo, como cualquier oficio, puede adquirirse con la práctica. Leyendo y analizando guiones, estudiando manuales, viendo cine y sobre todo escribiendo.

Pero amigos, a pesar de lo sencillo que pueda parecer, siento tener que ser yo quien os lo diga... escribir un buen guión es algo tremendamente complicado. Y lo es por muchas razones, tantas que no me atrevo ni a enumerarlas. En este artículo trataré solo de una de ellas: de lo importante que es encontrar la estrategia narrativa correcta, la que más se adapte a la historia que se esté tratando de contar. Y lo haré desde un ejemplo muy concreto.

Sí, ese ejemplo es The Wire. Una vez más aconsejo a los que no la hayan visto que no pierdan el tiempo leyendo esto y empleen esos valiosos minutos de su vida en ver la serie. Prometo no convertir este blog en un blog temático sobre The Wire y buscar otros temas para los próximos artículos. Pero para liberar todo lo que esta serie me ha dejado retumbando en la cabeza necesitaba al menos dos artículos, y seguro que me quedo todavía con algo dentro enquistándose.

David Simon tenía algo que contar. Después de pasar todo un año como “policía becario” en la unidad de homicidios del Departamento de Policía de Baltimore había experimentado en sus propias carnes cómo era el día a día de un inspector de policía en esa ciudad. Había tenido acceso ilimitado a los archivos de casos abiertos y antiguos, se había paseado por los escenarios de los crímenes como un policía más cuando la víctima todavía no había sido movida por nadie a la espera de que llegase el forense, incluso había invitado a tantas rondas a los policías que casi había aprendido a beber como ellos. Y durante todo este proceso rellenó multitud de libretas con apuntes, impresiones y visiones generales que esperaba utilizar para escribir un libro.

Pero cuando se sentó delante del ordenador para escribirlo, no supo cómo hacerlo. Incluso llegó a pensar que no tenía historia. El problema era que uno de los principales casos con los que pensaba vertebrar el libro, el asesinato de la niña Latonya Wallace, no se había resuelto y temía que esto provocase que la historia quedase abierta, vacía y fallida. No contaba con un clímax hacia el que dirigir la historia. Sin un final potente, sin un clímax, el arco dramático queda en suspenso, el conflicto no se resuelve. Pero entonces se dio cuenta de algo:


Para entonces había visto suficiente para aceptar que el final ambiguo y vacío era el correcto. Llamé a John Sterling, mi editor en Nueva York, y le dije que era mejor así.
-Es real- dije-. Es así como funciona el mundo, o como no funciona. (Homicidio, pp.684)


Esta fue la decisión que convertiría su libro en una obra maestra. Ya no solo tenia algo que contar, había encontrado el modo perfecto de hacerlo. Simon abordó la escritura tomando la valiente decisión de prescindir del clímax.

La vida real no es como la ficción. Al escribir ficción estamos obligados a dotar a las historias de un ritmo, una dirección y una lógica interna que ayude al espectador a saber hacia donde va todo. Cada historia conforma una unidad dramática que ha de tener sentido por sí misma, para que aquel que la consuma pueda comprenderla. En definitiva, al escribir ficción estamos obligados (o eso parece) a construir mundos coherentes, con sentido, donde todo encaje. Pero el mundo real no funciona así. En nuestra vida diaria conocemos a gente que no nos aporta nada; tenemos vocaciones frustradas a las que empezamos dedicando mucho tiempo pero que abandonamos un buen día sin más; los buenos no siempre ganan, es más, no se sabe quien es bueno; y lo peor de todo, después de un día glorioso en el que alguien consigue el que consideraba el objetivo de su vida, no hay un fundido a negro, sino que la vida sigue. En definitiva, podríamos resumir diciendo que la vida no tiene sentido. Habrá quien recurra a explicaciones religiosas para tratar de rebatir esto, pero asumámoslo, la vida en sí misma no tiene ningún sentido, más allá del que nosotros mismos queramos darle. El hombre trata de racionalizarlo todo, está en su naturaleza, y al escribir tiende a dotar a las historias de una coherencia y circularidad perfectas. Pero si se quiere hablar de la realidad, y se toma en serio este objetivo, uno ha de olvidarse de esto.

Al escribir “Homicidio” David Simon se limitó a transcribir lo que pasó, como él mismo dice, tratando de no poner nada en boca de nadie que no hubiese dicho de verdad. Incluso cuando especulaba sobre lo que alguien podría estar pensando sobre algo, le preguntaba directamente para cerciorarse de que realmente esta persona pensaba de ese modo. Y después de seguir a estos policías haciendo su trabajo durante un tiempo, la historia se acaba. No hay un clímax, no hay un final cerrado y redondo. Simplemente se acaba.

Más tarde, cuando Simon se convirtió en guionista, aplicaría este modo de concebir sus historias a sus guiones. Es por esto que hay quien considera a Simon un guionista de no ficción, porque su objetivo es hacer llegar al espectador una porción de cruda realidad sacrificando los adornos que las estrategias de guión “tradicionales” podrían aportar a sus historias.

Evidentemente The Wire es ficción, hay tramas y personajes inventados, pero esta técnica narrativa prevalece. Y resulta perfecta para el objetivo que la serie se propuso. Como ya dije en el anterior artículo, The Wire es una serie antisistema. Habría sido un error transmitir al espectador una sensación de historia acabada porque el verdadero objetivo era evidenciar el hecho de que tal y como están las cosas, si el sistema se perpetúa, el conflicto no se resolverá nunca. Así, lo que desde un punto de vista dogmático podría haberse considerado un error de guión, construir una historia cuyo arco dramático carece de clímax, consigue encajar a la perfección con la naturaleza de la historia y con aquello que se quiere transmitir con ella.

The Wire usa la fuerza de lo que cuenta y la verdad de sus historias para atrapar al espectador. No necesita giros inesperados ni finales en alto. Simplemente realidad bien documentada aderezada con la dosis justa de ficción para que las distintas tramas se vayan entrelazando y para llevar a sus personajes al límite de vez en cuando. Pero siempre respetando la ley que ellos mismos se marcaron, nada de finales alambicados en los que todo encaja, al final de cada historia no hay nada más que un final. El personaje de Omar es un gran ejemplo de ello.

Omar es seguramente el personaje más cinematográfico de la serie, el más adornado. Puede que realmente existan pistoleros freelance que se ganen la vida robando a los narcos en las calles de Baltimore, no tengo ni idea. Pero el modo en que este personaje es representado en la serie muchas veces se permite el lujo de escapar de la realidad unos segundos y aparecer en una película de vaqueros o de superhéroes. Mítico, por ejemplo, el enfrentamiento con el Hermano Mouzone al más puro estilo western.


Es un personaje tremendamente atractivo. Un hábil y despiadado asesino capaz de pasar días planificando su próximo golpe y después ponerse su ropa de los domingos para llevar a su abuelita a la iglesia. Los niños juegan en la calle a ser él, los narcos ponen precio a su cabeza y la policía, a pesar de saber quien es y a lo que se dedica, da la sensación de que prefiere tenerlo en la calle. Parece estar por encima de todo y de todos. La ley no va con él, pero las normas de la calle tampoco. Omar es un agente libre capaz de burlarse en la cara de todo el mundo y conseguir su respeto al mismo tiempo. Incluso su condición sexual y el modo en que la vive resulta desafiante teniendo en cuenta el mundo en el que se mueve. Es abierta y declaradamente gay y además convierte a sus parejas sentimentales en compañeros de fechorías.

Y al mismo tiempo, combinado de algún modo extraño con todo esto, el comportamiento de Omar podría considerarse cívico. Para él, el mundo se divide entre los que están dentro y los que están fuera del mundo de la droga. Los que están fuera -los ciudadanos, como él los llama- no tienen nada de qué preocuparse. Valga como ejemplo el hecho de que Omar paga todo lo que no sea droga. Es como si se considerase una pieza más de un juego en el que solo participan los traficantes y reclamase su parte. Pero los que están fuera ni siquiera saben que existe.

Y por último, está el hecho de que Omar parece capaz de enfrentarse a cualquiera y salir indemne. Cuando se pone su gabardina cubriendo el chaleco antibalas y empuña su escopeta, parece capaz de conseguir cualquier cosa que se proponga. De hecho, en los últimos capítulos de la serie, cuando Omar decide enfrentarse a Marlo, a más de uno se nos pasó por la cabeza que lo conseguiría. Pero no, en vez de eso Omar es asesinado cuando menos te lo esperas y por quien nadie podría haberse imaginado. ¿Por qué acabar así con un personaje tan atractivo? ¿Por qué no permitirle un final “a lo grande”?

A estas alturas del artículo supongo que ya resulta obvio... Omar no podía salirse con la suya. Como personaje de una serie formaba parte de un sistema con un objetivo mayor que él y, al final, hasta Omar tuvo que servir al objetivo general. La historia personal de Omar acaba como suelen acabar las historias de los matones en los guetos, muerto de un disparo en la cabeza. Y además, no recibe el disparo de gracia en un tiroteo espectacular, lo recibe con la guardia baja, a traición y a manos de un niño. A pesar de lo que podía parecer no era un héroe ni un supervillano, no era especial, sólo alguien más que buscaba su propia forma de sobrevivir en las calles de la droga.

Este personaje nos regaló muchas de las secuencias más emocionantes de la serie, sus creadores nos permitieron disfrutar de él, observar hasta donde podían llegar sus habilidades. Pero al final había que ponerlo en su lugar. Nada podía despistar del mensaje que se estaba lanzando: El sistema está podrido, falla en todos sus niveles y nadie, nadie puede salir realmente beneficiado de ello. No hay nada de romántico ni de heroico en tratar de aprovecharse del sistema, si lo intentas, te acabará fagocitando. Al final del camino solo hay policías corruptos, políticos sin principios, periodistas que ha dado la espalda a la verdadera naturaleza de su profesión, profesores que han renunciado a su vocación y gánsters con los sesos desparramados por el suelo.

The Wire pide un cambio a gritos y su forma de hacerlo es simple, mostrarnos las cosas tal y como están.

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